Esta primavera incipiente nos tiene a todos locos. Ayer me
contaba Robert que peleó muy duro con su madre. Cuando me contaba los motivos
pude vislumbrar un Robert nuevo y desconocido para mí. Robert niño chico. El
niño Robert, que algun día fue y aun perdura a través de los tropiezos y
desencuentros familiares. No deja de sorprenderme la lentitud con que se dan
los acontecimientos. De pronto vuelves a darte de bruces con lo mismo de
siempre. Cuesta reconocer tanta debilidad, tanta obstinada resistencia al
cambio. Lo más terrible es comprobar, que ya habías analizado lo mismo en otra
ocasión, y por lo que se te presenta ahora de nuevo, se ve que esa última vez
tampoco llegaste al fondo de la cuestión. Otra vez frente al toro, otra vez
delante de la perplejidad y de la ignorancia de uno mismo. Cuesta admitir que
un detalle tan absurdo calara tan hondo entonces. Cuesta mirar más allá de los
personajes integrantes de la historia. Cuesta mirarse a uno mismo como un
personaje más. Y lo que es más difícil, cuesta soltar el orgullo herido, la
rabia, el miedo, y encarar el rostro impasible que nos observa al otro lado del
espejo. ¡Terrible visión, la de uno mismo! Y al mismo tiempo, un regocijo
interno, como la sensación que confieren las sábanas nuevas y frescas recién
puestas en la cama, o el calor imaginario que nos acaricia al retornar a casa
después de un largo viaje.
¿Y Mario Navas chico? Me da una extraña vergüenza observarme
en las fotos de infancia, saberme tan descaradamente inocente delante del
mundo. ¡Suerte que crecí! Y qué lástima no volver a sentir aquella libertad
desmesurada, aquella emoción tan intensa
de mercurio danzando en la panza, de puesta de sol naranja con viento
cálido soplando, la magia, aquel sentirse parte de todo, feliz.
Miraba a Roberto y veía, privilegiadamente, lo mismo. Le
veía danzar con el viento cálido. De fondo la puesta de sol anaranjada . Le
veía, mientras hablaba arrebatado. Pensé que le vendría de golpe, como un
bofetón, la imagen, si , cuando callara y respirara. Que vería lo mismo que yo.
Me sentía, paciente y amorosamente, esperándole al final del túnel con un par
de bicicletas imaginarias. Me miró, le sonreí, y lancé una propuesta de cerveza
y conversación. Partimos rumbo “al bar nuevo descubrimiento” que queda cerca de
casa, que a parte de ser buen lugar para la soledad, resultó ser estupendo
en compañía. Y conversamos, y
conversamos. Como dos viejos lobos de mar, en las profundidades de una taberna.
Teníamos sensación de estar haciendo conscientemente un bien al mundo y el
mundo nos respondía, regalándonos tiempo. Acogedor. Amistad acogedora dónde las
horas pasan a la velocidad y tridimensionalidad de un río acercándose al mar,
donde todo es maravillosamente inevitable.