Me duelen las piernas de tanto andar. Ayer en esa fiesta. Todo el rato asaltado por el temor de que Nora apareciera. Era un mal momento para encontrarnos. Yo estaba demasiado sensible, demasiado licuable. Una palabra suya con intención habría hecho estragos en mí. Pero no fue así, no apareció. Me dolían los ojos de saltar de rostro a rostro, como una cámara enloquecida que no cesara de hacer clic y con el transcurso de las horas y los güisquis, la humedad se había apoderado de mis pies y la tensión de mi espalda.
Alex estaba salido de madre, bailaba agarrado a un botellón de plástico repleto de vodka con naranja, su pócima secreta, repetía. Iba invitando a cada persona con la que cruzaba unas palabras. Focalicé toda mi atención en esa escena para dejar de marearme, y así, olvidarme de la posibilidad de su amenazante aparición. Alex sujetaba a un tipo con el brazo alrededor del cuello, con un gesto que pretendía ser cordial. La inconsciencia corporal y mental que le proporcionaba la borrachera no le permitía darse cuenta de los detalles que facilitan la supervivencia. Yo tan solo observaba, callado, y cuando dirigía su discurso hacia mí para que ratificara su protagonismo, sonreía tontamente, en una expresión genuina de aislamiento y locura. Creo que el dueto que formábamos empezó a inquietar al personal. Y seguramente, sin mi presencia, que él creía salvadora, le hubiera ido mucho mejor. Ya se sabe, los locos intimidan mucho más que los borrachos.
Miré brevemente al tipo que Alex tenía inmovilizado con su abrazo de oso y le sonreí con maliciosa despreocupación. Sí, creo que puse toda mi intención en eso porque yo estaba lejos de caer en la inconsciencia. Borracho, pero bien presente. Lo miré mientras balanceaba mi cuerpo en un vaivén que calmaba mis nervios, y seguí sonriendo con los ojos medio cerrados, como quién conspira. Y entonces el tipo se soltó bruscamente y giró en redondo sobre sus pies hasta quedar mirando el rostro de Alex. Tuve tiempo de ver a cámara lenta, fotograma a fotograma, como se daban las cosas. La cara sorprendida y bobalicona de Alex, el rostro enfurecido del tipo, una mala broma más de Alex intentando salvar la papeleta. ¡Demasiado tarde! Mi puño volando a la velocidad del viento hacia el fatal desenlace, cambiando el curso de la historia. El tipo al suelo. Una manada de hombres enfurecidos encima de nosotros. Alex tirado en el suelo, también, asustado. Su cóctel disparado como proyectil a dos metros de distancia. A partir de aquí desaparecieron las imágenes. La nada se apoderó del momento. Un agujero negro nos absorbió a todos.
Cuando pude recuperar mi capacidad de observar, se habían creado dos bandos. Gente conocida tirando de nosotros, al rescate. Otros tantos conocidos del tipo tirando hacia el otro costado, y yo, suspendido en el aire, dejándome llevar como un pelele, a merced de las olas, las mismas que me calmaban mientras estaba de pie, antes de liarnos a ostias. Zarandeado por el mundo sin importarme nada, al contrario, riéndome en mis adentros por la ridiculez de la situación. Luego, un repaso rápido a los rostros de mis salvadores a los que parecía que debía explicaciones, o al menos, aguantar de buena gana su rollo moralizante. Entre ellos, Daniel, Eladi de la tienda de música, Toni, que siempre se auto define como mi hermano, el capullo de German con su mirada de odio clavándose en mí a pesar de formar parte activa de nuestro equipo salvador, Robert, callado y neutral, como siempre, sosteniendo a Alex o intentando que este se sostuviera por su propio pie, y un par de personajes más de los que conocía el rostro pero no el nombre.
Largué mis buenas noches y empecé a andar hacia casa. Andar, andar, alejarme. Una herida sangrando tímidamente en la comisura de los labios. Las calles desiertas, abandonadas a su lúgubre soledad de cemento, y el sonido de mis pisadas creando una melodía, un ritmo. Me di una vuelta más larga. Anduve por dos horas, sin pausa, sin acordarme de mis rodillas, sin norte. Los pensamientos que tuve, si es que los hubo, en ese largo viaje hacia ninguna parte, a día de hoy son un enigma. Leí el nombre de una calle, Mare de Déu de la Salut, y me di cuenta que me encontraba a dos manzanas de mi casa, de mi vida de siempre, y con ese gesto, se rompió el hechizo y regresé a su rostro.
Otra vez su cara, su interrogante. Sus labios blandos y rojos que en el recuerdo parecían aumentar de volumen. ¡ Efectos ópticos de la locura! ¡ Efectos secundarios de la desazón! Urgencia por llegar a mi casa. Rápido, rápido, enfilando hacia mi catre, con ansias de cerrar los ojos y la conciencia. ¿Me había enamorado? La pregunta me sumió en una angustia considerable y me dejó el cuerpo de plomo. Sentía el peso del cuerpo descansando encima del colchón, y la mente intentando esquivar inútilmente su recuerdo. Fue entonces cuando recién constaté, o más exactamente, asumí, que en realidad su presencia me había acompañado toda la noche, que llevaba días acompañándome. Nauseas. Vértigo. Me retorcí como un caracol, y olvidando todo pudor me entregué a un llanto infantil, demoledor.
Entonces supe que las cosas ya nunca serían las mismas a partir de entonces. Que terminara o no con ella, había nacido a otra percepción de mí mismo, a un nuevo Mario. Me encontraba más solo que nunca, con un desconocido que era yo mismo, totalmente fuera de control. La soledad lo envolvió todo y lloré hasta dormirme.